Hoy me complace publicar una bella historia; todo ser humano desde que nace, es una manifiesta historia, que, en el recorrer de su vida, vivirá varias. Historias que vale la pena contar.
Dedicado con mucho amor y gratitud a mi preciosa mamita Carmen.
Autora: Malena
Era aquella edad, en la que jugar tierra era un deleite, abriendo carreteras sin fronteras y ver pasar los carritos de Vinicio, mi hermano, llevando las verduras de zacate, para hacer la comidita con los trastecitos de mis hermanas Silvana, Carmen y los míos.
El cansancio en las rodillas, indicaba un cambio de juego y entre alegres rondas caían las agujas del reloj. Exhaustos, nos sentábamos a descansar junto a la tarea de leña recién jateada y aspirábamos su aroma, suspirando a ojo cerrado, recostando nuestra espalda junto a ella. Aaah! Aromas de leña fresca, olor de mis montañas despertadas por el alba. Entre suspiro y respiro…un nuevo aroma llegaba a deleitar el espíritu.
La cocina transpiraba un perfume, que llenaba la casa y todo el vecindario y en una inhalación profunda, exclamábamos a gran voz: ¡Cafecito tostado!, y corríamos a toda prisa hacia la cocina.
La cocina era nuestra mejor estancia, ahí estaba siempre nuestra abuela, a quien llamábamos con todo amor: “Mamá Chelita”. Esa cocina, de paredes de adobe, que vestían su desnudez con un manto de cal, tenía un hermoso poyo, donde a diario había una
reunión de leños que, encendidos de amor, abrazaban las ollas y en ese fogoso romance emanaban sus frutos, hechos aromas de alimentos cocinados.
Frente al poyo, se hallaba el molendero, construido también de adobe, de buen tamaño y poca altura, especial para mamá Chelita que era bajita y los unía una banca, hermana del molendero y el poyo. Ahí, nos sentábamos a contemplar a la abuelita, pero…no cuando tostaba el café, ya que entonces ella nos permitía acercarnos, pero, sin tocar y era tan gustoso verla junto a aquel comal tan grande, donde los granos verduzcos, tornaban su color en el vaivén de su mano y la paleta, formando asteriscos que luego esparcía para formar otros.
Nosotros sabíamos que, después del café…seguían las habas que, degustaríamos pronto como rica golosina.
Luego de aquel sahumerio y de enfriarse el grano moreno, mamá Chelita, quien no usaba el molendero, se arrodillaba en el piso frente a la piedra de moler, cual si fuese un altar, como ofreciendo plegarias, al triturar el café. Nosotros en silencio, observábamos el ir y venir del brazo entre sus manos entre un rumor de caracolas que producían los aromáticos granos que se perdían bajo el ronco crujir entre el brazo y la piedra de moler, y así, quedábamos inmersos entre el ritmo de la piedra, cascabeles de café y el aroma que reinaba en la cocina.
Con mis hermanos, nos turnábamos para atizar el fuego, como en una ceremonia, en espera de, que al hervir el agua, mamá Chelita apagara en aquel jarro, la primicia del producto de su trabajo y diera el visto bueno de su labor y, entonces…todos bebíamos, sentados en la banquita, sorbitos de aquel elixir, mientras la abuelita, guardaba el precioso grano molido, en una lata de leche Lirio Blanco, decorada con paisajes de celestes lagos, bordeados de vegetación, donde posaban hermosos flamencos.
Terminada la faena, abuelita nos contaba una leyenda mientras sacudía su delantal y con afán ordenaba la cocina con el deseo de sentarse pronto en su silla de mimbre y degustar su taza de humeante bebida y luego de un profundo suspiro, ella exclamaba…alguna queja, o…le daba gracias a Dios. Y nuestros sorbos, aroma y leyendas, eran de pronto interrumpidos por el toc, toc de la puerta, que anunciaba la llegada de mamá Carmen a casa. Corríamos todos, muy felices a su encuentro y mientras abuela retiraba la tranca de la puerta, exclamábamos a coro ¡Ya vino mamá!
En aquella edad, en la que jugar tierra era un deleite, no comprendíamos, porqué papito no estaba en casa, ni porqué mamá todos los días, tenía que trabajar; pero, nos confortaba saber, que, al vestirse el cielo con traje de noche, diadema de luna y ramos de estrellas, mamita Carmen volvía, para estar con nosotros y, después de cenar, antes de dormirnos, abriendo su ropero, sacaba su libro de Cuentos Escogidos y leía para nosotros; y mientras imaginábamos las mágicas vivencias de aquellos personajes encerrados en los cuentos, entre el cofre del papel, nos quedábamos dormidos, sumidos en las caricias de su afable y diáfana voz, mientras mi preciosa mamá, todo su cansancio, lo trocaba para nosotros, en dulce amor.